lunes, 14 de febrero de 2011

"LA CASA" Relato.

Ventana a Montserrat.
Escrito en Marzo 28, 2010 

Era una tarde hermosa y decidió salir a pasear. Caminaba sin rumbo fijo, se dejaba llevar por sus pasos, por el salto de los grillos entre la hierba o por la dulce melodía de la brisa al peregrinar por sus cabellos. Rodeando un arroyuelo, aprovechó para humedecer su cara y beber un poco de agua. Hacía calor. Con la mirada buscó alguna sombra y encontró a unos cincuenta metros un gran árbol; llegó hasta él y se acomodó bajo su frondosidad. Al poco rato se había dormido. Pasado un tiempo, un suave soplo de aire hizo caer una hoja sobre una de sus manos y la despertó. Se había hecho tarde, el sol se comenzaba a esconder. Por intentar llegar más rápido a su pueblo tomó un atajo, sin enterarse de cómo perdió el rumbo. Comenzó a sentirse angustiada hasta que encontró una casa vieja que por su estado de conservación debía estar deshabitada. En lo que antiguamente fue un pequeño jardín había dos estatuas de piedra: un hombre y una mujer envueltos por el musgo. Se acercó a la puerta de entrada y golpeó, pero solo el silencio le contestó. Trató de observar a través de las ventanas, pero estaban tan sucias, que era imposible ver nada del interior. Cogió del jardín una piedra y dando un golpe seco a uno de los cristales lo rompió. Introdujo su mano por el hueco, y así pudo abrir una de las ventanas y colarse dentro. La visión interna no distaba mucho de la externa: todo indicaba que hacía años que nadie estaba ahí. El piso acumulaba mucho polvo; estaba llena de telarañas; había algunos muebles tapados con sábanas, que en alguna época debieron ser blancas, pero que ahora se presentaban ocres y raídas por el tiempo. Sintió la extraña sensación de haber estado ahí alguna vez, mas no lo recordaba… Quizás hubiera paseado por esos parajes junto con sus padres de pequeña –pensó. Todo en su interior olía a azumagado, humedad concentrada: años de encierro, se le infiltraban por las fosas nasales. Unas gruesas cortinas de color oscuro, quizás granate, cubrían unos amplios ventanales. Las descorrió para dejar pasar aunque fuera la luz de la luna, mientras intentaba encontrar alguna vela o lámpara de aceite que pudiera encender. En lo que debió ser la cocina de la casa, sobre una mesa, encontró una palmatoria con una vela gruesa y a su costado una cajita de cerillas. La prendió y con su débil luz subió por una escalera dispuesta a curiosear.
Entró en una habitación. Abrió las cortinas, sacó algunas de las sábanas que todo cubrían y se dio cuenta que estaba en medio de la biblioteca o estudio: había muchos libros; un sofá al costado de la ventana había servido seguramente para que alguien relajado leyera, a su lado una mesilla con una lamparita de aceite. No creía que funcionara pero hizo el intento de encenderla y lo logró, cuánto duraría así no lo sabía por lo que mientras apagó la vela. Gracias a la luz pudo observar que había un bello “secretaire” con su tapa tableada que subía y bajaba: en su interior frascos de tinta, plumas antiguas y papeles ya amarronados. Sin lugar a dudas era un espacio para disfrutar y relajarse.
Necesitaba averiguar más, la curiosidad la dominaba. Salió de ahí, caminó por el pasillo hacia otra habitación; abrió la puerta y se dirigió hacia las ventanas para descorrer las cortinas; retiró una de las sábanas que cubría una cama de plaza y media bastante alta, tenía un cabecero de madera bellamente labrada, a sus costados mesillas de noche con sus lamparitas. Cercano a la puerta retiró otra tela que cubría un tocador con tres espejos, uno central y dos laterales móviles; ahí seguramente la dueña de casa se acicalaba. Sobre su cubierta se encontraban un par de cepillos con mango de marfil tallado y un bello pañuelo con un ramo de violetas bordado. Se sentó un momento en el taburete que se escondía bajo el tocador, se miró coqueta en el espejo y se percató que había otro mueble al costado de la ventana, lo más probable es que fuera otro sillón. Se levantó y lo descubrió. Un grito desgarrador salió de su interior y la dejó pegada al muro. Sobre el sofá yacía un esqueleto con restos de ropajes que indicaban que era una mujer. Respiró profundamente, intentó serenarse y movida por su gran curiosidad se aproximó. Sobre las piernas del cadáver y cogido por sus descarnados dedos había un grueso libro. Miraba aterrada el cuerpo yacente y le producía una gran sensación de intriga aquel volumen que permanecía aferrado a su cuerpo con tanto celo.
Resopló varias veces antes de atreverse a cogerlo de entre sus manos. Tuvo
que jalar fuerte para lograr que los huesos dejaran de presionar su suave cubierta de piel y lo liberaran. Un poco incómoda con la presencia de la muerta, fue velozmente a la biblioteca. Se sentó al costado de la ventana, colocó la lamparita sobre la mesilla y con el cuidado con el que se toca algo único abrió el libro. En ese momento se dio cuenta de que en realidad era una especie de diario escrito a mano que, con letra un tanto temblorosa, contaba la extraña historia de María…
Comenzó a leer con avidez, pasaba páginas rápidamente. La vida de María era la de una chica normal. Durante un lapso no había escrito nada y luego comenzó a dar una serie de detalles atrayentes. Justamente esa parte, la última, fue la que le interesó sobre manera a la ansiosa lectora que repasó varias veces porque no se lo creía:
Hace años que llegué a esta casa. Francisco la compró muy barata, quizás porque estaba muy lejos de todo.
Poco a poco la fuimos arreglando, él hizo algunos muebles y estanterías, compramos unos sofás, se fue haciendo cada día más cómoda, más agradable. Quería mucho a mi casa, ella me ocupaba y hacía mis días felices. Pasado algún tiempo llegó una joven que había perdido a su familia y pedía resguardo a cambio de trabajo. La verdad es que me dio pena y la acepté como a la hija que la vida jamás me quiso dar.
Compartíamos tareas y cuando podíamos descansar, leíamos, bordábamos
o salíamos juntas a cortar flores al campo para alegrar algunos rincones de la casa. Todo iba bastante bien hasta que un día de verano, habiendo terminado mis quehaceres, salí a buscar moras por la orilla de un camino interior. Isabel se había empeñado en hacer mermelada y mientras yo recolectaba, ella preparaba los potes. Esa zona estaba repleta de moras y me lancé con mi canasta a recoger cuantas pudiera.
No había pasado una hora y la cesta estaba atiborrada hasta el tope. Contenta tome el camino de regreso a casa pero cuando llegué me encontré la triste escena: ahí estaban, Isabel y Francisco, haciendo el amor. El canasto cayó al suelo desparramando todas los frutos que tiñeron el piso de rojo como mi visión. Todo el amor que sentía por ellos en ese momento se transformó en odio y gritando como una loca los maldije, los eché de casa e insistí en que nunca volvieran, no deseaba escuchar sus voces ni su respiración cerca de mí.
Cerré la puerta a calicanto y caí al suelo sobre las bayas, desfallecida por el sufrimiento. Lloré a mares, grité hasta quedar afónica; mi piel y mi ropa se fueron impregnando del color de los frutos, parecía un animal herido y lo estaba, me encontraba rota por el dolor. No sé cuánto tiempo pasó, perdí la noción, creo que me dormí agotada de tanto llorar y cuando desperté era de noche; estaba tendida sobre el sofá de la sala con una manta encima. Pensé que, mientras estaba vencida e inconsciente, Francisco había vuelto y me había recogido y tapado ahí. Subí a la habitación pero no lo encontré. Me desvestí y me di un baño para intentar limpiar mi cuerpo y mi mente de toda mi tragedia y, sin pensar en nada más, me acosté y me dormí. En ese momento no me di cuenta pero ese día comenzó todo…
 A la mañana siguiente me levanté, el cuerpo me dolía pero más el corazón. Cuando bajé la escalera, me sorprendió no encontrar por el piso las moras; la casa estaba limpia: el suelo relucía, las cortinas abiertas dejaban pasar la claridad del día, los jarrones estaban rebosantes de flores silvestres. ¿Francisco me pedía perdón de esta manera? ¿Dónde estaba? Tomé desayuno y subí para orear la habitación, pero cuando llegué, la ventana estaba abierta y la cama estirada. Comencé a sentirme enojada, ¿por qué no daba la cara de una vez?, baje las gradas llamándole, pidiéndole que se apareciera para aclarar la situación pero…ni el eco respondió. Molesta ya de buscarlo por toda la casa, abrí la puerta principal y me vi pasmada al ver en mi jardín dos grandes estatuas de piedra. ¿De dónde habían salido? ¿Por qué Francisco no me había dicho nada al respecto? Me acerqué a observarlas y mi respiración comenzó a agitarse, casi pierdo el conocimiento de la impresión. Las figuras eran retratos fieles de mi marido y su amante… ¿Querían volverme loca? ¿Qué pretendían? No lograba entender nada pero no soportaba tenerlos ahí recordándome el engaño que había sufrido. Intenté tirarlas al suelo, más por su peso fue imposible; traté de romperles la cara sin ningún resultado. Agotada me volví a casa sollozando de impotencia sin saber qué hacer, sin tener quién me respondiera a mis interrogantes. Me recosté en el sillón, seguí ahí llorando un largo rato hasta que sentí frío. Fue nada más pensarlo y la chimenea se encendió. Me quedé helada de espanto, Francisco no había sido, no estaba ahí… ¿un fantasma?, nunca había creído en esas cosas pero algo anormal estaba sucediendo. Pensé que no soportaría estar ahí sola y subí a la habitación para hacer una maleta a la rápida e irme a casa de algún familiar. Al llegar con la valija a la entrada principal miré a mi alrededor y con la voz quebrada le dije a la casa: “te echaré de menos”… Abrí el picaporte pero la
puerta no se abría, insistí varias veces y no pude salir. Me giré hacia el interior y vi aterrada como se cerraban las cortinas dejando toda la casa en penumbra. Comprendí entonces que el fantasma o espíritu de la casa no me dejaría marchar, que me quería de una forma obsesiva y no me permitiría salir de ahí.
Me quedé pero no me hizo bien el encierro. No me movía de mi habitación; cada mañana había leche en un vaso y una fruta, cada noche un vaso de agua y ni eso tomaba, me deprimí y solamente leía en ocasiones o escribía en mi cuaderno como hoy.


No sé cuánto tiempo ha pasado pero estoy segura de que mis días están contados, estoy débil, muy delgada y sin fuerzas casi para dejar estas líneas. He sido víctima del amor en todos los sentidos y solamente la muerte me dará la paz que preciso. Ya no puedo más, hace días que ya no me levanto del sillón. La casa o el espíritu que en ella habita siempre me protege, coloca una mantita sobre mis piernas por la noche y me deja cosas en la mesilla pero ya no como ni bebo nada, me estoy secando, me estoy muriendo…


“Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam” (Virgilio)*



Las lágrimas caían por las mejillas de la mujer que después de leer la historia de María, cerró el libro y fue a su habitación para observarla. ¿Cuántos años habrán pasado desde entonces? ¿Cuánto tiempo pasó esta pobre mujer en la cárcel del amor? Si existió un espíritu ahí aún debería estar y frente a la muerta habló en voz alta: Escúchame, sé que la has querido muchísimo pero creo que ella merece descansar en paz. Iré afuera y cavaré una fosa para enterrarla”.

Bajó la escalera, abrió la puerta y buscó bajo un cobertizo una pala. Cavó un buen rato hasta conseguir el tamaño de la tumba adecuado y volvió a la casa por el cuerpo. Estiró una manta en el piso y con cuidado puso el esqueleto dentro de ella, lo cerró bien, lo cargó encima y bajó nuevamente para llevarla hasta su sepulcro. Cubrió el cuerpo con tierra y encima varias piedras para evitar que algún animal pudiera sacarla de ahí. Recogió el libro que había dejado en la entrada de la casa y se aprestó a marcharse cuando de pronto se levantó un fuerte viento y asombrada pudo ver como las estatuas de piedra se iban disolviendo y el polvillo resultante se esparcía por doquier. Salió corriendo de ahí e impactada pudo observar como la casa se desplomaba, ya sin María no tenía motivo su existencia. Una vez hubo pasado todo con el libro bajo el brazo se fue camino a su hogar. Años más tarde volvió y se sorprendió al ver que sobre la tumba de María había crecido un bello rosal que estaba pletórico de flores blancas y, los restos de lo que había sido la casa estaba
absolutamente cubierto por zarzamoras que ofrecían generosas sus frutos. Hoy puede decir que tanto María como el espíritu que habitaba la casa “conviven” la muerte en paz.

*“Que en la muerte, pueda descansar en lugar placentero”

Karyn Huberman (Katyta) 2010.

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