- Quiero que vuelvas atrás en tu mente y me cuentes cuándo y qué sentiste con tu primer café –propuso Leonardo.
Pensé
que sería una respuesta fácil, sin embargo por más que exploraba en mi
cerebro, no encontraba la respuesta. Tampoco venía a mi pensamiento el
momento preciso ni las sensaciones esperadas.
Pasé
varios días tratando de echar marcha atrás, repasando poco a poco las
páginas de mi vida en reversa. Demoré algunas jornadas y varios
insomnios, en hallar el momento justo en que mis labios probaron ese
mítico café. En ese instante comprendí el por qué lo tenía tan escondido
en mi mente.
Eran
los años 70. Junto con mis hermanos y mi padre realizamos un paseo en
coche y llegamos al aeropuerto. Nos instalamos en la cafetería. Me
encantaba ese lugar, era totalmente vidriada y veías desde ahí, despegar
y aterrizar los aviones.
Recuerdo que comimos algo rápido, un bocadillo, hot-dogs o algo parecido. Luego vino la pregunta del camarero:
- ¿Un café?
Mi padre nos miró y vio que los mayores levantábamos la mano apuntándonos a la invitación.
- Sí, traiga cuatro, por favor.
- ¿Exprés, cortado, con leche? – consultó el camarero.
- Para mí un cortado –dijo mi hermano mayor.
- Yo prefiero un café con leche –dijo Alejandro.
- A la pequeña le trae un zumo de naranja y para mí, un exprés -solicitó mi padre.
- ¿Cómo lo quieres? –me preguntó papá apurando ante mi indecisión.
- ¿Qué significa exprés? –le consulté con timidez.
- ¡Exprés es exprés! –dijo enfadado quizás por mi ignorancia.
- Bueno, tráigame uno de esos -dije cabreada por el tono de mi padre.
Desde
ese momento, en mí se hizo el silencio. Era mi forma de enojarme y
quizás de castigar a la otra persona. Era mi necesidad para explotar por
dentro e ir esperando la calma poco a poco.
En un
momento estaban los cafés en la mesa. Eché sobre el mío la azúcar
acostumbrada, lo revolví con toda parsimonia y probé mi primer sorbo de
café exprés.
Me supo a diantres, a mil demonios. Me dejó la amargura instalada en el cuerpo.
Yo
aún no lo sabía pero la visita al aeropuerto era para despedirlo y ese
café sería lo último que compartiría con mi padre durante cinco años.
Yo, aún enfadada, no quise darle un beso ni un abrazo. Cuando me enteré
de la verdad no podía parar de llorar. Parecía mentira que toda esa
amargura y tristeza, se la debía a un maldito y desagradable café
exprés.
© Karyn Huberman 2015.