Después de comer y descansar un rato prudente, la casa de Barruelo se revoluciona. Los adultos preparamos la merienda para llevar mientras los niños, subían y bajaban las escaleras buscando sus chaquetas y zapatillas para la excursión.
Nos dirigimos en coche hacia Santa María de Redondo -pueblo de la Pernía-, en donde se encuentra el estacionamiento y punto de partida del recorrido para llegar a "la cueva del cobre". Cruzamos primero San Juan y luego Santa María, pueblos realmente hermosos, sus construcciones típicas de piedra y madera van dejando pequeños pasos para ir avanzando mientras se perciben los campos ganaderos: vacas y caballos se ven pastar mientras un grupo de ovejas nos corta el camino por unos minutos buscando mejores pastos.
Llegamos al estacionamiento. Ahí nos recibe un gran letrero que nos informa del recorrido. Hay cinco kilómetros de distancia para llegar, así que nos animamos todos y comenzamos la travesía por el camino señalizado que va bordeando el río Pisuerga. Es agradable caminar por esos parajes de montaña sintiendo el río siempre cercano; el único inconveniente es que el sendero preparado está lleno de piedras y mi calzado no es el apropiado, tiene la suela muy delgada y siento en las plantas de los pies cada piedra, sin embargo, me animo porque el paisaje es bello y quiero llegar a conocer la cueva aunque sea la última de la fila de expedicionarios. Mi pequeño Izan, que jamás había realizado una salida tan larga iba más entusiasmado que cualquiera de nosotros. Recogió del camino un palo que le ayudaba a caminar e iba primero que nadie revisando el sendero como si él fuera el guía de la misma. Lo dejé que disfrutara de la aventura, iba acompañado de mi cuñada, su marido y sus dos hijos. Teo en cambio iba conmigo, más bien tirando de mi. Hay tramos del camino en que me faltaba el aire, curvas empinadas que me hacían pensar por momentos que no llegaría; los kilos demás me pasaban factura, además, no es válida la experiencia de tres horas dando vueltas por un centro comercial, definitivamente no.
Teo insistía en animarme, me decía igual que a los niños, que falta poco, y yo le creía porque él ya había realizado esta excursión años antes. Después de una larga curva que probó todas mis fuerzas vimos un cruce de caminos con un pequeño letrero, ahí descansaban ya sobre unas piedras nuestros compañeros de travesía. Me alegré por un momento, pensé que sería igual que en las carreras de bicicleta-la vuelta a España o el tour de Francia- y que en el letrero diría que nos faltaba el último kilómetro para llegar a la meta, pero NO. Ahí nos avisaban que estábamos recién a la mitad del camino, nos quedaban aún dos kilómetros y medio para llegar. Pensé que no sería capaz, más aún cuando me mostraron las inmensas piedras bajo las cuales se encontraba la famosa cueva. Sobre ellas volaban seis a ochos águilas. Yo las miraba y deseaba tener su facilidad para surcar esas alturas pero desgraciadamente no era así y sabía que tenía que sacar fuerzas de algún sitio para seguir adelante.
Un enorme orificio dentro de un macizo rocoso se abría ante nosotros y hasta para llegar a su entrada nos exigió el último esfuerzo escalando una zona pedregosa por cuyo costado pasaba la fresca agua del Pisuerga.
De lejos no parece una gran cueva, pero en la medida que te vas acercando te das cuenta de sus proporciones, éramos enanitos dentro de ella. Su interior fresco y oscuro estaba siendo utilizado por cantidad de alondras para sus nidos, ahí entraban y salían con su vuelo rápido haciéndonos pensar al comienzo que se trataba de murciélagos. Al costado izquierdo del interior de la cueva está la salida de agua que por muchos años se pensó era el nacimiento del río Pisuerga. Fue años más tarde, en 1980, cuando gracias a la sequía y por ende, a la bajada del caudal del río, que se pudo explorar el sifón. Esto dio por conclusión que el agua mana mucho más arriba en Cobarrés y que luego se vuelve subterráneo hasta volver a fluir en la cueva del cobre.
Tomamos un respiro, bebimos y comimos para recuperar fuerzas. Nos esperaba el regreso al coche, teníamos que llegar antes de que anocheciera. Se suponía que la vuelta sería más fácil, ya conocíamos el camino y además correspondía que fuera en bajada, pero nos encontramos con la sorpresa que nos ofrecían ir de regreso al estacionamiento por otro sector, conociendo nuevos paisajes y así lo hicimos. Quizás la gran diferencia entre un sendero y otro es que el segundo iba prácticamente por las cimas o a su costado, las vistas eran espectaculares.
Debo reconocer que hubo un tramo que me causó pánico. Un sendero, de apenas unos 30 cms de ancho, de piedrecillas que se removían hacia el vacío y yo que sufro de vértigo, casi me doy media vuelta para volver por el otro camino, pero Teo insistió, me cogió de la mano y pasé casi corriendo y tratando de no mirar para evitar las malas sensaciones. el resto fue caminar, caminar y caminar viendo como el sol iba bajando dejando hermosas imágenes.
Yo, como siempre iba al final, no solamente por el cansancio, también porque mis zapatillas murieron en ese trayecto; sus suelas se habían partido por la mitad y por ahí se entraban piedrecillas que me clavaban constantemente haciéndome daño.
Finalmente llegamos al estacionamiento, el recorrido que habíamos realizado sumaba trece kilómetros y medio y estábamos todos agotados.
El paseo fue hermoso pero para la próxima prometo bajar unos cuatro kilos, comprare zapatillas aptas para este tipo de excursión y así lograré disfrutar más del mismo sin quejarme tanto.
Ya me han dicho que para el próximo año me espera El Torreón... una aventura más corta pero más empinada y exigente...¡ya veremos!
Karyn Huberman 2011.